Ulla Holmquist: Lenguaje Originario

Ulla Holmquist, Curadora de Arte y Arqueología

A lo largo de los años, en la obra artística de Mónica Luza siguen presentes los pallares, Phaseolus lunatus, seres que han sido cultivados en nuestras tierras muy tempranamente, desde hace más de 8000 años. Pallar, en quechua, tiene la misma raíz que Pallay, referida a recoger o cosechar, también vinculada al proceso de creación de la iconografía textil, que surge del entrelazamiento cuidadoso y creativo entre las urdimbres y las tramas en un telar andino. El tejido en la región Central Andina ha sido el sistema de registro y organización de la información de nuestras relaciones de convivencia con la Pacha, las relaciones entre todos los que la habitamos, que nacemos y morimos en ella, nos alimentamos, crecemos y nos quedamos finalmente en ella; el tejido es la gran metáfora de la convivencia y de la constante reciprocidad entre la tierra y sus hijos.

Entre los intercambios importantes entre la madre tierra y quienes convivimos en ella – y gracias a ella -, se encuentra la alimentación. Se cosechan los frutos que crecen desde sus entrañas y florecen en su cuerpo, y por ello se le entregan en actos de consumo colectivo, compartiendo estos alimentos, agradeciendo que esto sea posible. Se celebra, se canta, se baila. Los pallares fueron desde tiempos remotos parte de estas interacciones. Y en cada encuentro, en cada cosecha, en cada consumo, fue aumentando el conocimiento sobre estos pequeños seres, estas hermanas semillas que nos nutren, que brindaron a las poblaciones la fuerza necesaria para seguir andando.

El conocimiento que se genera de la íntima convivencia con los pallares se transmitió de generación en generación, reconociendo que ellos se muestran de diversas maneras en cada cosecha, con más o menos manchas de colores según al clima, según cómo han sido cuidados y regados lo surcos, según quienes los visitaron, cuánto les hablaron, y quizás también cómo fueron celebrados en anterior ocasión. Hoy los pallares manchados aparecen ante nuestros ojos contemporáneos como un registro de los mensajes de la naturaleza, que nuestros antepasados sabían leer muy bien, porque convivían y conversaban con ellos. Estos seres fueron considerados Wak´as, plantas sabias, y por ello, eran cuerpos poderosos. Es muy probable que este conocimiento haya sido desarrollado en gran medida por las mujeres de diversas sociedades que observaban y registraban estos saberes y los trasladaban a sus creaciones: el tejido, el grabado de mates, la alfarería.

Los pallares fueron apareciendo cada vez más en el conjunto de imágenes del ritual y del mito, su consumo cotidiano fue aparentemente decreciendo. Esto nos muestra la historia de los cambios de sentidos o de los nuevos significados que lo largo del tiempo esta leguminosa fue adoptando. La simbología del pallar como metáfora de la vida misma y su asociación con los guerreros fue, por ejemplo, incorporada en un momento de nuestra historia alrededor del año 600 dC, en la costa norte peruana, de donde tenemos la mayor cantidad de sus representaciones, por la liturgia Mochica que consideraba el rol de los guerreros como parte muy importante en la perpetuación del ciclo de la vida a través de los combates y los sacrificios.

A lo largo de casi dos milenios, creaciones plásticas en diversos materiales nos presentan al pallar pintado en las vasijas cerámicas funerarias y de consumo ritual, en hermosos tejidos, en ornamentos de piedras blancas y negras que recrean las formas del pallar y así la semilla blanquinegra adquiera la trascendencia temporal de la piedra y pueda vestir los cuerpos de ancestros y transmitirles su poder… es diversa y amplia la creación de pallares en manos de los artistas del pasado, de las culturas Paracas, Nasca, Mochica, Lambayeque, Casma, Chimú.

El registro arqueológico también nos ha brindado escasas evidencias de que, en algún momento, los pallares fueron marcados con pequeñas incisiones, como fueron marcados también adobes de la construcción de los templos y las vasijas de cerámica que eran ofrendadas a los ancestros, como quien quiere entregar a las Wak´as la evidencia de haber estado ahí, con ellos, compartiendo. Estos vestigios, junto a las escenas de juegos oraculares que muestran a diversos seres “leyendo” los pallares, y la comparación con otras sociedades que desarrollaron sistemas de escritura pictográficas, fueron la base de interpretaciones como las de Rafael Larco que indicaron la posibilidad de un sistema de escritura sobre pallares. Lo cierto es que hoy sabemos que estamos frente a seres que en sí mismos traían información, en sus colores, en sus manchas, en su forma de crecer, y que fueron incorporados en las narrativas mitológicas y en las actividades rituales, y más que “leerlos”, conversar con ellos requirió de intimidad, cercanía, y una mirada detallista y cuidadosa.

Mónica Luza ha reconocido este poder comunicador de los pallares de colores, su capacidad de hablarnos, quizás en una lengua que nos es lejana, y lamentablemente ajena, hoy. Pero opta por sentarse con ellos, conocerlos, intimar con ellos, escucharlos y permitirse imaginarlos en esos otros tiempos ayudada de investigaciones diversas, como lo explicita en sus propias obras, a ver si poco a poco de sus manos emergen los mensajes de la tierra. Mensajes encriptados que llegan como en una botella, que Mónica abre y despliega en dibujos y lienzos, explorando sus formas, colores, manchas, líneas, como quien reconoce en ellos un código a ser descifrado, quizás entre todos, porque aún subsisten en las saberes ancestrales de los pueblos originarios de nuestro Perú prácticas de lectura de plantas, animales, estrellas, que son entendidas como conversaciones entre los miembros de una comunidad con la que cohabitamos la casa de una madre proveedora.

En las obras de Mónica los pallares conversan frente a frente con signos fonéticos, numéricos y elementos lúdicos, porque la artista reconoce que todo ello – y más – constituyen posibilidades comunicativas de esta poderosa semilla. El carácter ritual del pallar como participante en las competencias de iniciación de los jóvenes guerreros Mochicas – que llevan entre sus manos las bolsas cargadas de pallares, a fin de entregarlas a los especialistas de semillas, a los Muhu Yachachiq, quienes los acariciarán al recibirlos y entre sus manos descifrarán los mensajes, que les permitirían augurar cómo sería la cosecha – ha sido lúdicamente plasmado por Mónica en bolsitas de mensajeros que nos provoca tener en nuestras manos, abrirlas, y descubrir qué mensajes tienen para nosotros. En esta exposición, la artista nos acerca a la potencia comunicativa, a las simbólicas formas y colores, y a la sabiduría ancestral contenida en estas semillas con forma de fases lunares.

A lo largo de los años, en la obra artística de Mónica Luza siguen presentes los pallares, Phaseolus lunatus, seres que han sido cultivados en nuestras tierras muy tempranamente, desde hace más de 8000 años. Pallar, en quechua, tiene la misma raíz que Pallay, referida a recoger o cosechar, también vinculada al proceso de creación de la iconografía textil, que surge del entrelazamiento cuidadoso y creativo entre las urdimbres y las tramas en un telar andino. El tejido en la región Central Andina ha sido el sistema de registro y organización de la información de nuestras relaciones de convivencia con la Pacha, las relaciones entre todos los que la habitamos, que nacemos y morimos en ella, nos alimentamos, crecemos y nos quedamos finalmente en ella; el tejido es la gran metáfora de la convivencia y de la constante reciprocidad entre la tierra y sus hijos.

Entre los intercambios importantes entre la madre tierra y quienes convivimos en ella – y gracias a ella -, se encuentra la alimentación. Se cosechan los frutos que crecen desde sus entrañas y florecen en su cuerpo, y por ello se le entregan en actos de consumo colectivo, compartiendo estos alimentos, agradeciendo que esto sea posible. Se celebra, se canta, se baila. Los pallares fueron desde tiempos remotos parte de estas interacciones. Y en cada encuentro, en cada cosecha, en cada consumo, fue aumentando el conocimiento sobre estos pequeños seres, estas hermanas semillas que nos nutren, que brindaron a las poblaciones la fuerza necesaria para seguir andando.

El conocimiento que se genera de la íntima convivencia con los pallares se transmitió de generación en generación, reconociendo que ellos se muestran de diversas maneras en cada cosecha, con más o menos manchas de colores según al clima, según cómo han sido cuidados y regados lo surcos, según quienes los visitaron, cuánto les hablaron, y quizás también cómo fueron celebrados en anterior ocasión. Hoy los pallares manchados aparecen ante nuestros ojos contemporáneos como un registro de los mensajes de la naturaleza, que nuestros antepasados sabían leer muy bien, porque convivían y conversaban con ellos. Estos seres fueron considerados Wak´as, plantas sabias, y por ello, eran cuerpos poderosos. Es muy probable que este conocimiento haya sido desarrollado en gran medida por las mujeres de diversas sociedades que observaban y registraban estos saberes y los trasladaban a sus creaciones: el tejido, el grabado de mates, la alfarería.

Los pallares fueron apareciendo cada vez más en el conjunto de imágenes del ritual y del mito, su consumo cotidiano fue aparentemente decreciendo. Esto nos muestra la historia de los cambios de sentidos o de los nuevos significados que lo largo del tiempo esta leguminosa fue adoptando. La simbología del pallar como metáfora de la vida misma y su asociación con los guerreros fue, por ejemplo, incorporada en un momento de nuestra historia alrededor del año 600 dC, en la costa norte peruana, de donde tenemos la mayor cantidad de sus representaciones, por la liturgia Mochica que consideraba el rol de los guerreros como parte muy importante en la perpetuación del ciclo de la vida a través de los combates y los sacrificios.

A lo largo de casi dos milenios, creaciones plásticas en diversos materiales nos presentan al pallar pintado en las vasijas cerámicas funerarias y de consumo ritual, en hermosos tejidos, en ornamentos de piedras blancas y negras que recrean las formas del pallar y así la semilla blanquinegra adquiera la trascendencia temporal de la piedra y pueda vestir los cuerpos de ancestros y transmitirles su poder… es diversa y amplia la creación de pallares en manos de los artistas del pasado, de las culturas Paracas, Nasca, Mochica, Lambayeque, Casma, Chimú.

El registro arqueológico también nos ha brindado escasas evidencias de que, en algún momento, los pallares fueron marcados con pequeñas incisiones, como fueron marcados también adobes de la construcción de los templos y las vasijas de cerámica que eran ofrendadas a los ancestros, como quien quiere entregar a las Wak´as la evidencia de haber estado ahí, con ellos, compartiendo. Estos vestigios, junto a las escenas de juegos oraculares que muestran a diversos seres “leyendo” los pallares, y la comparación con otras sociedades que desarrollaron sistemas de escritura pictográficas, fueron la base de interpretaciones como las de Rafael Larco que indicaron la posibilidad de un sistema de escritura sobre pallares. Lo cierto es que hoy sabemos que estamos frente a seres que en sí mismos traían información, en sus colores, en sus manchas, en su forma de crecer, y que fueron incorporados en las narrativas mitológicas y en las actividades rituales, y más que “leerlos”, conversar con ellos requirió de intimidad, cercanía, y una mirada detallista y cuidadosa.

Mónica Luza ha reconocido este poder comunicador de los pallares de colores, su capacidad de hablarnos, quizás en una lengua que nos es lejana, y lamentablemente ajena, hoy. Pero opta por sentarse con ellos, conocerlos, intimar con ellos, escucharlos y permitirse imaginarlos en esos otros tiempos ayudada de investigaciones diversas, como lo explicita en sus propias obras, a ver si poco a poco de sus manos emergen los mensajes de la tierra. Mensajes encriptados que llegan como en una botella, que Mónica abre y despliega en dibujos y lienzos, explorando sus formas, colores, manchas, líneas, como quien reconoce en ellos un código a ser descifrado, quizás entre todos, porque aún subsisten en las saberes ancestrales de los pueblos originarios de nuestro Perú prácticas de lectura de plantas, animales, estrellas, que son entendidas como conversaciones entre los miembros de una comunidad con la que cohabitamos la casa de una madre proveedora.

En las obras de Mónica los pallares conversan frente a frente con signos fonéticos, numéricos y elementos lúdicos, porque la artista reconoce que todo ello – y más – constituyen posibilidades comunicativas de esta poderosa semilla. El carácter ritual del pallar como participante en las competencias de iniciación de los jóvenes guerreros Mochicas – que llevan entre sus manos las bolsas cargadas de pallares, a fin de entregarlas a los especialistas de semillas, a los Muhu Yachachiq, quienes los acariciarán al recibirlos y entre sus manos descifrarán los mensajes, que les permitirían augurar cómo sería la cosecha – ha sido lúdicamente plasmado por Mónica en bolsitas de mensajeros que nos provoca tener en nuestras manos, abrirlas, y descubrir qué mensajes tienen para nosotros. En esta exposición, la artista nos acerca a la potencia comunicativa, a las simbólicas formas y colores, y a la sabiduría ancestral contenida en estas semillas con forma de fases lunares.

Lima, en Noviembre 2023